EL CONCEPTO DE FAMILIA

El ser humano terreno es un ente espiritual, una personalidad individual autónoma. Su individualidad es el resultado de la autoconsciencia adquirida a través de vivencias –miles de ellas– a lo largo de múltiples vidas terrenas.

Así, él es el único responsable por su propio destino dentro de la Creación. Con su manera de ser y actuar, con sus intuiciones, pensamientos, palabras y acciones, él provee los filamentos, bellos o no, con los cuales el telar de la Creación, movimiento continuamente por leyes eternas, teje de manera automática la alfombra de su destino.

Siendo él una personalidad propia, él no está sujeto a ningún tipo de herencia espiritual con ocasión de la encarnación. El bebé que acaba de llegar en una familia es ya un ser espiritual autónomo, encarnado en un cuerpo infantil. Son múltiples las contingencias que colaboran para la efectuación de una encarnación. Sin embargo, jamás podrá haber cualquier transmisión de características espirituales de padre a hijo.

La herencia está limitada solamente al cuerpo humano, exclusivamente a éste. Se trata de una peculiaridad de naturaleza material, estrictamente física. Características corpóreas y predisposiciones genéticas pueden, sí, ser transmitidas de padre a hijo, pero no la personalidad, no el carácter. Tales atributos son exclusivos del espíritu humano, adquiridos por él mismo en su peregrinación por la Creación y, por esa razón, la propia alma ya os trae consigo con ocasión de la encarnación.

El espíritu que se encarna en un cuerpo en formación en el vientre materno ya es, por lo tanto, una personalidad autónoma. El cuerpo infantil no es nada más que un envoltorio material en proceso de desarrollo, que abriga una personalidad humana espiritual ya plenamente formada, cuyas características intrínsecas (buenas o malas) se harán reconocibles cuando ese espíritu vuelva apto a actuar en el mundo a través del cuerpo terreno maduro, lo que ocurre en los años de la adolescencia. En esa época surge entonces el verdadero ser humano, como él realmente es.

Se puede decir que es en la época de la adolescencia que el espíritu humano “nace” propiamente para su actuación aquí en la materia. Antes él no podía hacer eso, porque su instrumento, el cuerpo terreno, todavía no estaba plenamente madurecido, no estaba “listo” por así decir.

La herencia es, pues, únicamente de carácter material. A lo más, se puede divisar algunos rasgos comunes de temperamento entre padres e hijos, pero no más que eso. Rasgos de temperamento pueden ser transmitidos por herencia porque él, el temperamento, está estrechamente vinculado al cuerpo, más específicamente a la composición de la sangre. Aún mismo en esos casos el respectivo ser humano tiene la posibilidad, y hasta el deber, de dominar sus humores.

Por esa razón, cuando una persona descomedida afirma, con ares de desaliento, que no logra evitar sus arrebatos, ya que heredó tal desmesura del padre o de la madre, hace en verdad una confesión abierta de pereza espiritual; muestra así ser demasiado débil para dominarse a si misma. Del mismo modo, cuando alega rabiosamente para sí y ante otros que ya “nació así”, y que por lo tanto la culpa es de sus padres, que la generaron con ese defecto de intemperancia... La verdad es que ella heredó de sus padres solamente el cuerpo terreno, solamente el envoltorio exterior, permaneciendo un espíritu autónomo e independiente, plenamente responsable de todas sus decisiones y actos.

En las familias, resulta bastante común que se oiga el comentario de que cierto niño heredó determinada característica de comportamiento del padre o de la madre. En realidad fueron los padres quienes propiamente “jalaron” aquella respectiva alma hacia dentro de la familia, conforme a sus propias características anímicas, por efecto de la ley de atracción de la igual especie, una de las leyes que rigen el Universo.

No es difícil comprender que la gestante, especialmente, posee una fuerza decisiva de atracción, ya que el alma se va a encarnar en el cuerpo en formación dentro de ella. Así, tampoco resulta difícil comprender que una madre con características anímicas negativas no puede en absoluto atraer un alma muy pura, un ser humano bueno y elevado.

La característica de absoluta individualidad de un espíritu humano ya deja claro como debe ser la actitud de los padres, cuando, en la época de la adolescencia, el espíritu en el hijo despierta para la actuación en la vida terrena: el respeto absoluto por sus resoluciones espirituales, frutos del libre albedrío.

El libre albedrío es una característica inherente al espíritu humano y por eso no debe ser impedido por ningún miembro de la familia. Tal acto constituiría una transgresión directa a la ley del movimiento en la Creación, que todo impulsa hacia el desarrollo.

Las concentraciones familiares, sin embargo, en su mayoría, no observan ese mandamiento tan nítido y lógico de respeto incondicional a las decisiones espirituales de sus miembros. Se les impone, frecuentemente, desde temprano, una bien determinada dirección que seguir, considerada como correcta para todos los integrantes del grupo, sin ninguna distinción. No llevan en cuenta las peculiaridades de cada espíritu humano individual que hace parte de la familia.

Cada integrante de esa familia ecualizada se arroga entonces el derecho de interferir en la vida del otro, de disponer, como le conviene, de su tiempo y a veces hasta mismo de sus bienes. Suponen detentar no solamente la prerrogativa sino también hasta el deber de opinar, de advertir y amonestar, por no decir de condenar, para que la “paz familiar” sea preservada a toda costa. Sin embargo, esa paz tan loada no es nada más que un sueño colectivo de espíritus indolentes, recostados unos sobre los otros. Mejor resultaría decir “colgados” unos sobre los otros, situación que hace con que todo el clan familiar se hunda espiritualmente en conjunto, sin que un tal zozobro vuelva perceptible de manera terrena.

Y eso es lo más terrible de todo. Se trata de un lento sumergir de manos unidas, tan amodorrado como ellos propios, hacia dentro de las arenas movedizas del torpor espiritual. La seguridad mutua que los miembros de esas familias experimentan al contemplar su sólida “unión familiar”, continuamente reforzada en las concurridas reuniones de parentela, es falsa, es una ilusión entorpecedora, que sólo puede germinar de la inercia espiritual. Su sueño comunitario no los deja percibir el peso de esos grilletes, que los hace vivir en una especie de “comunismo familiar”, en todo semejante al político y tan dañoso como éste. Y cuyo fin tampoco será diferente.

¡Y pobre de aquel miembro que quiera emerger de ese marasmo y se atreva a luchar para verse libre de esas amarras invisibles que él siente intuitivamente de manera nítida! Sin demora será condenado por toda aquella soñolienta masa gregaria; será apedreado moralmente en conversaciones astutas, visto con una no disfrazada desconfianza, tachado de insensible, de inflexible, y por fin aún aplastado impiedosamente bajo el peso de la gravísima acusación de “ingratitud”.

El concepto de familia actualmente vigente –el de un bloque monolítico que sólo puede desplazarse en una única dirección– sofoca el libre albedrío de sus miembros e impide completamente el desarrollo espiritual de cada uno.

Ese rígido concepto de familia es un peligro enorme para el espíritu humano, un peligro muy poco reconocido. Quien se acomoda confortablemente en las cómodas amarras familiares se queda estancado en su evolución, alejándose cada vez más de la patria espiritual. Por fin, tal persona acabará perdiendo de vista el camino que podría conducirla hasta allá, mediante movimiento propio y desarrollo de sus capacitaciones inherentes. Lo perderá y nunca más lo encontrará.

Roberto C. P. Junior