La Tragedia de los Transgénicos

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Científicos versus ambientalistas, pragmáticos versus idealistas. Una lucha desigual, con un final previsible. No podría ser diferente, cuando las reglas del juego son definidas por apenas uno de los lados, como es el caso aquí.

La disparidad de fuerzas entre las partes es tal, que se evidencia en las propias denominaciones de los contendores, tejidas por el grupo más fuerte y vestidas por el grupo más débil, sin cuestionamiento. Realistas versus utopistas, progresistas versus retrógrados. Del lado “correcto” de la guerra, el de los vencedores, se atrincheran impecables legiones de racionalistas, de sensatos de pies en la tierra, con los uniformes abarrotados de trabajos científicos, todos ellos, irrefutables. Del lado “equivocado” de la pelea, el de los perdedores, no se ve más que unos grupos ruidosos de soñadores perdidos, unos visionarios mal arreglados, armados apenas con una indignación visceral y de una inquietud íntima cuyas causas no se les tornan claras.

El alto comando de la transgenia sabe que la victoria total es apenas una cuestión de tiempo. Cada nuevo país que capitula bajo el fuego cerrado de los informes tecnicistas, como certeros obuses – inatacables porque inalcanzables - constituye una batalla ganada en el front de esa, no prevista, nueva guerra mundial. Con eso, los generales de la genética degenerada ganan cada vez más terreno por todas partes, y consolidan sus posiciones. Haciendo de la prepotencia humana su cuartel general, contemplan satisfechos el avance continuo de las tropas iluministas. El triunfo completo ya apunta, para quien lo quiera ver, en el horizonte sombrío de nuestro mundo, de este mundo que ya fue nuestro, y que ahora es de ellos. Parece que ninguna oposición oriunda del corazón puede hacer frente, al bombardeo de saturación de las ogivas científicas, antecedidas por el silbido característico de vituperios y vilipendios, de invectivas intelectivas. La victoria arrolladora de los productos transgénicos será una más a ingresar al rol de tantas otras realizaciones del ingenio humano, como la basura radioactiva, la contaminación en parcelas autorizadas, la pesca predadora, la caza, la extracción sostenible, el uso de cobayas en experimentos, el foie gras, el clonaje de animales… Una serie de horrores sin fin.

Es cierto que no se pueden negar los resultados de los informes científicos. Ellos cumplen exactamente lo que de ellos se espera o se exige: prueban científicamente que las semillas transgénicas son seguras, comprueban científicamente que no causan daños al medio ambiente y a la salud de la gente. Cumplen con todo eso. Científicamente.

Y esa es la más grande de todas las tragedias. Aceptar laudos científicos en este asunto equivale a entregar a la zorra la llave del gallinero. Infelizmente, sin embargo, es lo que sucede. Como la casi totalidad de las personas ve en la ciencia, el supra sumum de la capacidad humana, y a los científicos como a verdaderos dioses, con poderes tan o más espectaculares que los de la mitología, ellas realmente creen que la ciencia es el árbitro justo e infalible para esa cuestión. Con la mirada vuelta hacia arriba, sin pestañear, fija en la comunidad científica, esperan ansiosas por la iluminación olímpica de la sabiduría académica, que iluminará su ignorancia y las guiará por los caminos de un admirable mundo nuevo. Sostenidas por una ingenuidad tocante, están convencidas de que, si la ciencia da un parecer favorable a los productos transgénicos, entonces, eso será la prueba de que están aprobados…

Dulce y triste ilusión. Por más bien elaborados, por más detallados que sean los informes científicos y los voluminosos estudios de impacto ambiental, nunca podrán prever los efectos finales nefastos de la transgenia. Simplemente porque esos efectos últimos, devastadores, no presentan ninguna señal, ningún indicio materialmente perceptible, que pudiera eventualmente ser detectado en el código genético alterado. Los alimentos transgénicos no fueron programados para dar un aviso previo de lo que son capaces de provocar; apenas esperan silenciosos, como las minas, impasibles como las bombas reloj, por el grito angustiado de una sociedad, entonces perpleja, que se escuchará por los campos y las ciudades, por ellos nutridos. El grito unísono, entrecortado, de… “¡demasiado tarde!”.

Las semillas transgénicas comportan una radiación alterada, y por esa razón no pertenecen más a la naturaleza como tal. ¡ Ellas no hacen más parte de la naturaleza, porque no son más naturales! Y lo que no es natural trae en sí el germen de la muerte.

Pero aquí entramos en un campo que el raciocinio humano no consigue acompañar, mucho menos asimilar. Esa incapacidad notoria, esa limitación insuperable de la razón humana se manifiesta bajo la forma de poco caso y de burlas por parte de los racionalistas. Como el raciocinio no puede comprender nada de lo que se encuentra más allá de lo meramente terrenal, visto que es apenas un producto del cerebro, rechaza todo lo demás como imposible, porque le es, realmente, imposible discernir la realidad tal cual es. En este caso, el raciocinio no hace más que infundir en los rostros circunspectos que recubren a tantos cerebros sagaces, un aire de inteligencia, guarnecido por una sonrisa burlona. Nada más que eso. La rectitud de carácter, la pureza de corazón, la nobleza de alma, la vivacidad de espíritu, no son cualidades que puedan ser observadas en el DNA, y por eso nunca lograremos obtener un científico materialista, genéticamente modificado para el bien. Los poco realmente buenos lo son por índole propia, y éstos jamás defenderán a la transgenia.

Esos escasos investigadores íntegros no pueden asegurar que los transgénicos son inocuos, no pueden aseverar que sólo traen beneficios. ¿Y cómo podrían hacerlo? ¿Cómo podrían pregonar las ventajas de una planta transgénica resistente a agro tóxicos si, ella misma criminalmente modificada , se les presenta como un tóxico más en el medio agrícola? ¿Un nuevo y desconocido “agro-tóxico”? ¿Cómo les sería posible defender el envenenamiento genético de un cultivo para que resista a venenos? No vamos a discutir aquí, las alegadas ventajas económicas de las semillas transgénicas, porque eso sería bajar al nivel del estiércol en el tratamiento del problema. Ningún investigador razonablemente lúcido y mínimamente honesto, podría transferir la preocupación con la salud de los consumidores, a un nivel inferior, al de la reducción de costos de los plantíos.

Una semilla transgénica es un cuerpo extraño, un antígeno inoculado en un organismo perfecto. Sucede, señores bienintencionados, que ese organismo perfecto, la naturaleza, tiene mucho con qué defenderse de cepas patógenas, y se defiende realmente, con resultados invariablemente catastróficos para la humanidad. Y ella misma ya lo podría haber reconocido, si su pretensión intelectiva no le obstruyese continuamente la intuición espiritual.

Todos los, así llamados, desequilibrios de la naturaleza, no son ningún desequilibrio, sino apenas reacciones automáticas a la acción deletérea del ser humano. Dondequiera que esa criatura haya puesto la mano, allí dejó incubado el germen de la destrucción, que siempre brotó, luego de mayor o menor tiempo. Plagas incontrolables, secas inclementes, inundaciones devastadoras y tantos otros “disturbios” de la naturaleza, son apenas, efectos recíprocos contra la más grande de todas las plagas, el Parasita sapiens, que en el presente, intenta cultivar una excrescencia más, dentro del cuerpo, antes sano de la naturaleza, bajo la forma de semillas transgénicas. La especie humana es la serial killer de la vida en la Tierra, es la más grande enemiga de la naturaleza en todos los tiempos. Pero, puede estar segura, segurísima, de que desde hace mucho ya fue reconocida como tal, siendo ahora tratada en correspondencia.

Por eso, los hoy todavía mal vistos, ambientalistas idealistas, no precisan desesperarse en su lucha quijotesca contra los productos transgénicos y sus auspiciadores. Nada de lo que es contrario a la naturaleza, por tanto, contrario a las leyes naturales, puede subsistir indefinidamente. Dura algún tiempo y desaparece ejemplarmente, sucumbe espectacularmente, como testigo del malogro de la arrogancia humana. Arrogancia incomprensible de una especie que se atrevió a querer mejorar la naturaleza, sin siquiera buscar saber antes, de su legítimo Dueño por las consecuencias de sus actos, si tenía permiso para actuar así.

Sin embargo, el conocimiento de ese descalabro inevitable de todo lo que fue torcido por el raciocinio humano, no significa que los defensors de la naturaleza deban esperar sentados, observando desde sus palcos el desarrollo de este drama trágico, sobre el escenario claudicante de la prepotencia humana. No. Cada uno de ellos debe ser una trompeta sonora, concientemente vuelta para la enorme muralla erguida por la pretensión de los racionalistas, la que se derrumbará más rápidamente todavía, para alivio y bendición de todas las personas de alma limpia. No son necesarias más que esas trompetas tocadas con el aliento del idealismo, sin violencia, sin banderas partidarias, sin ideologías parcas.

Los ambientalistas pueden, deben y tienen que luchar, con la convicción más plena de la justicia de su causa. No deben avanzar cabizbajos hacia dentro del teatro de operaciones, tímidos, temerosos de una derrota más. Sería una imagen deplorable esa, incluso a los ojos del adversario. Refléjense en el ejemplo de ciertas artes marciales, cuyo lema viene escrito en caracteres orientales, bajo la cinta que sostiene el kimono del luchador: “Quien teme perder, ya está vencido.” No temamos perder.

Encaremos al adversario con altivez, esta vez, resolutos y sin luto. Encarémoslo sin miedo, sin recelo de no poder contraponerle ningún escudo científico. Nuestro paradigma es otro. Nos bastan los dictámenes de nuestro corazón. Si estos son justos, si están sintonizados con las leyes que rigen a la Creación, entonces, la victoria contra la aberración de los transgénicos es segura. Será la primera gran victoria de una serie. De nuestra serie.

Roberto C. P. Junior