¿Qué viene después de la muerte?

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Para quien se contenta con respuestas prontas para las cuestiones fundamentales de la existencia humana, tampoco aquí, como en todo lo demás, será necesario hacer ningún esfuerzo de profundización. Tendrá apenas el trabajo de elegir. Pues cada religión, secta o filosofía tomó para sí el encargo y puso a disposición de los interesados una concepción toda particular de la vida después de la muerte, la que acaba siendo válida automáticamente, para bien determinadas regiones del globo, según el área geográfica en que esa creencia se diseminó. Así, aparte incontables matices de denominaciones e interpretaciones, la mayoría de los occidentales irá a algún lugar semejante al cielo o al infierno, conforme haya seguido o no las directrices de su creencia, mientras que los orientales se desharán en alguna especie de nirvana o se encargarán de velar por los que quedaron en el mundo de los vivos. Ya los materialistas, que a pesar de apátridas espirituales, se cuentan por millones en todos los países de la Tierra, van al encuentro del ansiado (por ellos) “nada absoluto”.

En el extremo opuesto están aquellos que devotan su vida en busca de la solución a los misterios insondables de la vida y la muerte, pero que lo hacen, apoyados exclusivamente en el raciocinio, lo que imposibilita de antemano cualquier reconocimiento más elevado. Como el raciocinio nada más es que un producto del cerebro terreno, nunca será capaz – en razón de su propia constitución – de escrutar cosas que están por encima de los conceptos terrenos de espacio y de tiempo. Por eso, los que hacen parte de este grupo no están en mejores condiciones que los mencionados en primer lugar, que aceptan plácidamente, apáticamente, cualquier aclaración trascendental, que parta de terceros. Ningún doctorado en teología sirve de salvoconducto y mucho menos, de escolta para el más allá.

Ambos grupos, en realidad, comulgan el mismo mal, denominado “creencia ciega”. Denominación ésta apropiadísima, ya que ninguno de sus integrantes consigue realmente vera través de las anteojeras impuestas por una creencia o estudio rígido, sin vida, edificados exclusivamente sobre reflexiones intelectivas. Ya con relación a los materialistas, no se trata propiamente de anteojeras, y sí de una mortaja espiritual tejida con denodado ahínco por ellos mismos, con la que se envuelven de los pies a la cabeza, para desfilar por la vida con mal contenido orgullo. No hay realmente por qué perder tiempo ni palabras con ellos, que diligentemente cavan su propia sepultura espiritual. Que prosigan, pues, en esa tarea que les parece tan importante, tan edificante, de enterrarse mutuamente en la tumba colectiva.

Solamente una parcela ínfima de la humanidad se encuentra en condiciones de escrutar realmente lo que la aguarda al otro lado de la vida. Son aquellos pocos que, al contrario de curvarse a las imposiciones del cerebro, siguen altivos, los dictámenes del corazón; son los que buscan oír y seguir la voz íntima, la intuición, en contraposición a las órdenes del raciocinio. Son los que en materia de fe, sólo aceptan lo que pueden comprender, y que solamente así permiten que se torne vivo dentro suyo. Son aquellos efectivamente dueños de sí mismos, de su propio destino, pero no esclavos del intelecto o de dogmas rígidos. Y estos, libertos son pocos. Infelizmente.

Pero, son justamente éstos, los que intuirán, con seguridad cristalina, que cada cual por fin, sólo podrá encontrar del otro lado, lo que forjó para sí, a través de todo lo que de él emana, así se trate de pensamientos, de acciones, o de la voluntad interior. Nada diferente de eso. Sabrán, con toda claridad, que en la otra vida simplemente no puede haber ninguna distinción más, ni separación de credos de cualquier especie, ninguna diferenciación engendrada por el raciocinio terreno. Allí, no hay más ideologías, no hay más himnos ni banderas, no hay más dinero ni honores. No hay más cristianos, judíos, musulmanes, espiritas, hinduistas, budistas o sintoístas, y sí apenas, almas humanas, simples almas humanas que tienen que rendir cuentas de cómo usaron el tiempo a ellas otorgado aquí en la Tierra.

Allí, ya no cuenta ninguna forma exterior de creencia ciega, mecánicamente memorizada, sino tan solo, la verdadera creencia interior, y en la medida exacta en que esta está realmente viva en el respectivo espíritu humano. Es el contenido y no la forma, lo que cuenta. En aquél mundo lo que vale es la legitimidad de la veneración al Creador y la vivacidad de la gratitud con Él, y no, la cantidad de oraciones recitadas durante los años terrenos. Lo que hay de valor, allí, es el verdadero amor al prójimo, profundamente sentido, y no el número o el valor de las limosnas distribuidas en la Tierra, como suponen tantos, en su tonta esperanza, no confesada, de que éstas les deben ser creditadas, de alguna forma en la otra vida, como una inversión metafísica de retorno garantizado.

Únicamente una creencia viva, vivificada por la propia persona, puede transformarse en convicción, y únicamente la convicción íntima es capaz de impulsarla a ascender espiritualmente, a tornarse un ser humano siempre mejor, precepto que, siempre ha sido el fundamento de toda doctrina verdadera. Sólo más tarde, cuando los seguidores y dirigentes de esas puras doctrinas originales resolvieron “perfeccionarlas” por cuenta propia, es que esta enseñanza tan fundamental fue relegada a segundo o tercer plano, o aún, completamente suprimida. En su lugar fueron entonces insertadas las formas vacías de creencia ciega, que no exigen ningún esfuerzo de perfeccionamiento interior, y que por esa misma razón, siempre recibieron cálida acogida por parte de los adeptos, con su crónica indolencia espiritual. La cantinela milenaria de los dogmas, cuidó de embalar sus espíritus, ya semiadormecidos, en un seguro sueño de muerte espiritual.

Somos nosotros, nosotros mismos los que producimos el material de que es formado el mundo en que entraremos después de nuestra muerte. Ese material de construcción de que disponemos, son las acciones, los pensamientos y las intuiciones. Esos son los ladrillos invisibles, con los que construimos el tan temido “más allá”. Y no es posible ascender a otros planos de la Creación sin entrar primero a ese mundo y ahí permanecer durante algún tiempo, mundo este que se encuentra más próximo de nuestra Tierra de materia grosera. Sólo estará apto a proseguir en el ascenso espiritual, hasta el Paraíso, quien pueda entrar en un mundo bello, más elevado, construido en conformidad a las leyes de la Creación, que todo lo impulsan hacia el desarrollo y el perfeccionamiento.

Esas leyes de la Creación, o leyes naturales, son de tal simplicidad, son de tamaña lógica y claridad, que escapan a la comprensión del ser humano moderno. Sí, son tan simples, que él no es capaz de comprenderlas, impedido por los sofismas de su raciocinio. Y, no obstante, ellas fluyen por toda la Creación, actuando por consiguiente también aquí debajo, en nuestro pequeño planeta, con idéntica inflexibilidad, imperturbables, con su ritmo eternamente uniforme. Si nos esforzáramos en alejar hacia el lado, las anteojeras, por poco que fuera, de modo a poder escrutar con espíritu libre esas Leyes de la Creación, ya sería posible reconocerlas, sin mayores dificultades.

Sabemos, por ejemplo, que en un plantío de arroz no puede brotar ningún gajo de trigo, y que entre los porotos, jamás surgirá un grano de soya. Por eso, si sembramos cardos estamos seguros que no podrá surgir de esa siembra, tan siquiera una flor. De eso nadie duda, de tan obvio. Como todo, la misma ley natural que actúa ahí de modo tan implacable, no admitiendo el menor desvío en sus efectos, esa misma ley actúa sobre el ser humano. Y no podría ser diferente, ya que él es nada más que un mero fruto de la Creación, como otros tantos.

Cuando Jesús pronunció la sentencia: “LO QUE EL SER HUMANO SIEMBRE, ESO COSECHARÁ”, estaba trasmitiendo el enunciado de esa ley, denominada “Ley de Reciprocidad”. Esa ley de la Creación, que actúa tan inflexiblemente en relación a las simientes producidas por la Naturaleza, a punto de que ni la percibimos, actúa también con la misma inflexibilidad, con la misma seguridad e implacabilidad en relación a las simientes producidas por el propio ser humano, que son sus intuiciones, sus pensamientos, sus palabras y sus acciones.

Esas semillas humanas son igualmente plantadas en el “otro mundo”, de consistencia material diferente, más fina, produciendo, también los respectivos frutos, que tendrán que ser cosechados y degustados obligatoriamente por el dueño de la sementera, o sea, por quien las generó. Lo que este generador no recoja aquí en la Tierra, como efecto retroactivo de esa misma Ley de la Reciprocidad, lo cosechará infaliblemente en el, así llamado, “más allá”. Después de su muerte tendrá entonces que ir para el mundo que él mismo ayudó a formar, por medio de los efectos de las leyes de la Creación, usufructuando alegrías o padeciendo tormentos, lado a lado con almas de la misma especie que la suya.

Por eso, está en manos del propio ser humano, no apenas forjar su destino aquí en la Tierra, sino también elegir categóricamente, qué tipo de mundo irá a habitar después de la muerte. El mismo crea para sí este mundo, de acuerdo con su siembra, y podrá ser agradable, cálido, lleno de luz y alegría… o el mismo infierno.

Roberto C. P. Junior