Ovejas Negras, Madres de Alquiler

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Después del propio llanto, lo segundo que un recién nacido es obligado a escuchar, apenas llega a este mundo tan poco acogedor, son los comentarios de padres y parientes sobre su bagaje hereditario, ya nítidamente reconocible en el cuerpo infantil. “Pero, ¡es la cara del padre!”, dice el primero fatalmente; “La boca es de la madre, ¡no hay duda!”, asevera otro; “Puede ser, ¡pero las orejas son del tío Fulano! retruca un tercero. Y por ahí va.

A partir de los primeros años de la infancia surgen otras características más sutiles, propias del temperamento, reconocidas igualmente como “de familia”. Uno de los hijos, por ejemplo, parece ser más callado, siempre con aquel aire medio taciturno del padre, al paso que el otro da realmente la impresión de haber salido a la madre, ya que es mucho más hablador. Otros aspectos, propios de la personalidad, se manifiestan paulatinamente, a lo largo de los primeros años de vida.

Aunque ampliamente conocida, y reconocida, esa regla de la herencia comportamental, presenta una particularidad un tanto intrigante, sorprendente: no siempre funciona. De hecho, a veces (muchísimas veces en realidad), falla estrepitosamente, sin cualquier explicación plausible. ¿Cuántos casos hay, por ejemplo, en que en una familia de padres visiblemente buenos, con uno o dos hijos también buenos, normales, surge un tercero que es una verdadera peste, una auténtica plaga bíblica? ¿Por qué, en un caso así, apenas los rasgos físicos continúan a ser heredados, sin excepción, pero no las peculiaridades del carácter? ¿Qué es lo que hace que esa ley se altere, aparentemente, sin motivo, y produzca las terribles “ovejas negras”, verdaderos clones de desgracia concentrada y de hospedaje compulsivo?

Siempre que nos deparamos con alguna aparente incongruencia en el efecto de las leyes naturales, tenemos que buscar la causa de ese malogro en nosotros mismos, en nuestra interpretación, y no en las propias leyes, que son absolutamente perfectas, y que, exactamente por eso, jamás admiten cualquier falla, la menor excepción, ningún desvío.

La herencia está limitada al cuerpo humano. Exclusivamente a éste. Se trata de una peculiaridad de orden material, estrictamente física. Características corpóreas y predisposiciones genéticas pueden, sí, ser trasmitidas de padre a hijo, pero no la personalidad, no el carácter. Tales atributos son exclusivos del espíritu humano, conseguidos por él mismo, en su peregrinaje por la Creación, y por esta razón, el alma ya los trae consigo por ocasión de la reencarnación.

El alma es el embalaje del espíritu, así como el cuerpo lo es del alma. Ambos, no tienen vida autonómica, son apenas vivificados por el espíritu, lo único realmente vivo en el ser humano, que, es en realidad, el propio ser humano , lo único que puede sentir como siendo, su “yo”.

El cuerpo infantil, por lo tanto, es nada más que un involucro material en proceso de desarrollo, que abriga una personalidad humana ya plenamente formada, cuyas características intrínsecas (buenas o malas), se tornarán reconocibles, cuando el espíritu se torne apto a actuar en este mundo, a través del cuerpo terreno ya maduro, lo que ocurre en los años de la adolescencia. Por esta época surge entonces, el verdadero ser humano, como realmente es. Puede decirse que es en esta época que el espíritu humano nace para actuar aquí, en la materia. Antes, él no podía hacer eso, porque su instrumento, el cuerpo terreno, todavía no estaba completamente maduro, no estaba “pronto” por decir así.

La herencia es únicamente material. Como máximo, se pueden divisar algunos rasgos comunes de temperamento entre padres e hijos, pero no más que eso. Rasgos de temperamento pueden ser trasmitidos por herencia, porque él, el temperamento, está estrechamente conectado al cuerpo, más específicamente, a la composición de la sangre. Pero, aún en estos casos el respectivo ser humano, tiene la posibilidad, y hasta el deber de dominar sus temperamento, visto que el cuerpo es, y permanecerá siempre apenas una mera herramienta para la acción del espíritu. El espíritu tiene, pues, que dominar el cuerpo, y no lo contrario. Por ese motivo, cuando una persona afirma, con aspecto desalentado, no tener cómo evitar sus explosiones, ya que heredó tal destemple del padre o de la madre, está en verdad, haciendo una confesión abierta de pereza espiritual. Muestra así, ser demasiado débil para dominar a sí misma.

¿Y cómo explicar entonces el aparecimiento de las ovejas negras? ¿Sería una lotería de la naturaleza? ¿Una infelicidad del destino? Vamos a empezar descartando, aquella hipótesis de una falla en la Creación e intentar profundizar nuestro conocimiento sobre ellas, de modo a obtener una interpretación correcta de sus efectos.

No existen casualidades en una encarnación, así como no existen acasos en ningún fenómeno de la naturaleza. Un alma no puede encarnarse en un lugar determinado, en una cierta condición material y en una familia específica si no hubieran sido satisfechas las disposiciones apra tal, determinadas por leyes primordiales. Una encarnación es el resultado final de múltiples contingencias, determinadas por hilos del destino que se sobreponen y se entrelazan, urdidos en vidas terrenas anteriores, así como por la concomitante atracción del alma por su especie igual. Justamente esa atracción de la especie igual, se constituye en una ley fundamental de la Creación, de especial importancia en una encarnación.

El alma pronta para encarnar, es así, atraída para aquel local, para aquella familia cuyas personas tienen con ella, afinidades anímicas. Una fuerza especial de atracción es ejercida justamente por las debilidades, porque son ellas las que precisan ser dirimidas en una vida terrena. De ese modo, cada vida aquí en la Tierra es una oportunidad sin igual para corregir antiguos errores, sobrepujar debilidades y evolucionar espiritualmente. La vida terrena es, portanto, una auténtica dádiva de los cielos.

Pero, exteriormente parece realmente haber una herencia espiritual, cuando se nota que un niño sacó una determinada característica de comportamiento del padre o de la madre. En realidad, sin embargo, fueron los padres, los que efectivamente “atrajeron” aquella alma específica, para dentro de la familia, conforme sus propias características anímicas. No es difícil comprender que la gestante, especialmente, posee una fuerza incisiva de atracción, ya que el alma se va a encarnar en el cuerpo en formación, dentro de ella.

Por eso, tampoco es difícil entender que madres con características anímicas negativas no puedan absolutamente atraer un alma muy pura, un ser humano bueno y elevado. Ella y su compañero tienen, pues, que recibir en casa a un huésped con vicios y tendencias. Con buena voluntad ambos lados, padres e hijos, tienen ocasión de vivenciar sus propios errores unos en otros, en esa convivencia difícil, y eventualmente hasta remirlos, si están realmente empeñados en mejorar como seres humanos. Con voluntad mala, sin embargo, esa situación los hace congregar nuevas culpas, por sobre las antiguas, y consecuentemente, nuevos sufrimientos. Sufrimientos y dolores renovados, conseguidos por propia culpa. Siempre y únicamente por culpa propia.

En el caso de ovejas negras de padres buenos, lo que sucede es que, durante la gestación, la madre se permitió rodearse de personas anímicamente poco limpias, en su convivio social, consintiendo que éstas ejercieran una tal fuerza de atracción alrededor suyo, que apenas un alma turbia podría encarnarse allí. Esta consigue entonces anclarse a la madre, a través de la presencia constante de aquellas personas de características negativas.

La encarnación ocurre, a la mitad del embarazo. Por eso, hasta esa época la gestante debe de observar el máximo cuidado en sus relaciones personales. A decir verdad, debe observarlo siempre, pero un descuido hasta mitad de la gestación, se vengará amargamente en el futuro. El fruto de su vientre será también el de su propia negligencia. ¡Qué amarga es, lo sabrá ella, en la época de la madurez, la adolescencia! Esa fuerza de atracción en la encarnación, infelizmente desconocida y por lo mismo no considerada, explica también las aparentes incongruencias de comportamiento de tantas, de las así llamadas “madres de alquiler”. Esas locadoras de úteros ofrecen gestación a una pareja imposibilitada de tener hijos, debido a un problema cualquiera. El óvulo de la mujer que no puede embarazarse, es fertilizado “in vitro” con el espermatozoide del compañero y posteriormente, implantado en la madre de alquiler.

Para todos los efectos, el niño, así generado, sería entonces hijo de la pareja contratante, ya que la carga genética de ella proviene de ambos. Pero, como apenas el cuerpo, el involucro del alma, es formado según los padrones genéticos de la pareja, el espíritu que va a encarnar allí es atraído infaliblemente por la propia madre de alquiler, siendo por lo tanto, efectivamente hijo suyo. Puede tratarse, por ejemplo, de un ser humano ligado por varios hilos cármicos a esa madre de alquiler, sean buenos o malos, tejidos en vidas anteriores. Por eso, en muchos casos, la madre de alquiler se desespera cuando se ve obligada a entregar a su hijo – que está realmente, ligado a ella – a una extraña, que generalmente no contribuyó en el proceso de atracción. El contrato terreno, frío, analizado rigurosamente por el intelecto restricto, atestigua que el hijo es de la pareja, mientras que la mujer que dio a luz, siente perfectamente que el hijo es suyo, pues su intuición en relación a esta certeza es mucho más fuerte que cualquier argumento legal o consideración racional.

Así como en esos casos de ovejas negras y madres de alquiler, muchos otros enigmas de la actualidad, considerados como indescifrables, hallan una explicación simple y lógica cuando se conocen los efectos de las Leyes de la Creación. Una de esas Leyes, la Ley del Movimiento, exige que cada quien se mueva espiritualmente por sí mismo, en busca del reconocimiento de la acción de esas mismas Leyes. Quien se mueva realmente, tiene que llegar al reconocimiento de esas Leyes que rigen a la Naturaleza. No es posible de modo diferente. Solamente quien busque, encontrará.

Roberto C. P. Junior