Mensaje de Carnaval

image

¿Mensaje de carnaval? ¿Y desde cuando el Carnaval sirve de inspiración para mensajes?

Desde cuando comprendemos que podemos y debemos aprender con todo lo que ocurre alrededor nuestro. De todo se puede sacar algún provecho, obtener alguna enseñanza, aún de un evento tan parcamente revestido de utilidad como es la fiesta de carnaval.

Todos los acontecimientos de esta nuestra época, nos hablan continuamente, insistentemente, para que reconozcamos sus causas y consecuencias, de forma a poder direccionar y mantener el timón de nuestras vidas siempre en el rumbo cierto. Pues quien llegue a conocer, de veras, las causas del vivir equivocado, y, principalmente, a reconocer sus consecuencias, éste congregará todas sus fuerzas, con el máximo empeño, para redireccionar su vida. Con toda seguridad.

Realmente, con toda la seguridad. Seguridad absoluta. Solamente no se esforzará en seguir por la senda ascendente, aquél que no ve donde pisa, o mejor, que no quiere ver donde pisa, aunque ya se hunda en el pantano viscoso de los vicios y de las pasiones. El desconocimiento del funcionamiento de las Leyes naturales embota el espíritu humano, lo endurece, le empaña la vista y destruye, paulatinamente, su capacidad de discernimiento. La voluntaria ignorancia sobre las causas y consecuencias de tan múltiples y significativos eventos hodiernos actúa sobre el cansado espíritu, ya tomado por una inaudita somnolencia, como una acogedora canción de cuna, que le es muy bienvenida. Una dulce canción, que poco a poco, se torna el canto del cisne para él, embalándolo en un sueño seguro de muerte espiritual.

Hay dos aspectos que llaman de inmediato la atención, en el corto reinado de Momo, y que merecen por lo tanto, ser analizados en mayor profundidad.

El primero dice respecto a las fantasías, al significado que ellas encierran. ¿Cuál sería la motivación real, capaz de llevar a una persona considerada dentro de los cánones de la normalidad a, por ejemplo, vestir un manto de plástico ornamentado con lentejuelas, colocarse una peluca de Luis XVI, adornar su cabeza con una corona de cartón y salir por ahí, desfilando soberano, al compás de cuícas y tamboriles?

“Bueno, ¡divertirse, evidentemente! ¡Alegrarse! ¡Expresarse!” Pero, ¿por qué, exactamente, alguien se divertiría desempeñando un papel de lo que no es? ¿Será que Juan Nadie quiere realmente sentirse Luis XVI por 72 horas, derrochando una majestad ficticia entre súbditos ilusorios, o al contrario, lo que desea realmente, en ese corto período es olvidar que es Juan Nadie? ¿No querría él, eximirse temporalmente de cualquier responsabilidad hasta ser guillotinado por la realidad?

Vestir una indumentaria vistosa, esconder el rostro bajo una máscara, saltar y cantar con ademanes del sexo opuesto, embalado por alcohol y otras drogas, parece más un escape que una diversión. Cuatro días de total descontracción, del más completo enajenamiento, de locura general, sin tener que dar satisfacciones de nada a nadie, ni siquiera a sí mismo. Esto es lo que se denomina “alegría” en los salones de carnaval. Irresponsabilidad absoluta, embriagada de lanza-perfume; dignidad estrangulada entre serpentinas. Es esto, precisamente, lo que los carnavaleros desean. Quieren zambullir por entero en el desvarío de la loca liberalidad general, amplia e irrestricta, la que, sin embargo, sólo tornará aún más amargo el inevitable despertar, el sombrío miércoles de cenizas.

Insensatos todos. Insensatos todos esos y mucho más aún, los que hacen de la propia vida un gran carnaval. Los que disfrazados de castos imaginan poder macular a gusto a su prójimo, impunemente, con pensamientos pestíferos; los que en provecho propio destruyen reputaciones con algunas pocas palabras ardilosas, encubiertos por la máscara de la astucia; los que visten sobre trajes bien cortados, la fantasía de la viveza, que los habilita a traer múltiples perjuicios a sus semejantes, para lucro y satisfacción personal, por medio de las más sórdidas maquinaciones, siempre prodigiosamente destructivas. En suma, todos los que hacen del hedonismo y del egocentrismo sus divinidades más sagradas, delante de quienes se postran cotidianamente y con quienes, ya hace mucho negociaron sus almas.

Insensatos, sí, insensatos. Pues ya entraron todos, en un inesperado miércoles de cenizas. Llegó el tiempo de despertar. Pierrots y Colombinas que hasta hoy llevaban la vida como un juego, cuidando apenas de conseguir nuevos placeres y sensaciones, sin importarles en lo más mínimo, si apoyados o no en el infortunio de otros, tendrán sus máscaras arrancadas y los disfraces rasgados de arriba a abajo, para que se muestren tal y como son. Su grupo de carnaval, inmenso, se dispersará, y nunca más podrán volver a reunirse, para continuar a disfrutar de la vida sin reglas de hasta entonces, apoyada rutinariamente, en el dolor y el sufrimiento provocados al prójimo. La vida carnavalesca de hasta ahora, ha de cesar, y con ella el lema luciferino del “vivir hasta agotarse”, tan ardientemente cumplido y diseminado por ellos hasta aquí. Tendrán que aprender, demasiado tarde, que la responsabilidad jamás se deja separar de la acción de un espíritu humano, aún decaído.

El segundo aspecto digno de nota en relación al carnaval es el pudor, o mejor dicho, la falta de pudor. Nadie, por cierto, que haya visto algo de las fiestas carnavalescas de Brasil, considerará exagerada la afirmativa de que no son más que orgías consentidas, depravaciones rítmicas llevadas a efecto por hombres pervertidos y abrillantadas por mujeres degeneradas. Hombres y mujeres que ya no son nada más que machos y hembras, degradándose mutuamente en esas bacanales sambantes , esforzándose con increíble empeño en descender a un nivel muy por debajo del ocupado por cualquier animal, que usa el sexo siempre y únicamente, de forma sana y natural.

Mención especial aquí, para las mujeres que utilizan el carnaval como excelente pretexto para exhibir, vanidosas, sus cuerpos desnudos y semidesnudos, en una asquerosa prostitución visual colectiva, regiamente pagada por cada mirada masculina de codicia. Criaturas que transformaron sus cuerpos – instrumentos para acción del espíritu – en trampas voluptuosas, señuelos seductores, prontos para la pesca, para la desgracia de legiones de tontos deslumbrados y debiluchos estúpidos.

Mal saben ellas que con sus contorsiones sensuales exhiben más que supuestos anzuelos carnales. Pues el pudor es una medida directa, exacta, infalible, del valor espiritual de una persona. Un ser humano que haya alejado de sí todo el pudor, es un ser vacío espiritualmente. Y un ser vacío espiritualmente, dejó de cumplir su prerrogativa fundamental, la misma razón de su existencia, que es la obtención y la manutención de la autoconciencia, adquirida por medio de vivencias, en sus peregrinaciones por las materialidades…

Esta medida infalible, naturalmente, es igualmente válida en el caso opuesto, y en los dos sentidos. Así, cuanto más ennoblecido sea un ser humano, tanto más íntegro e inamovible será su sentimiento intuitivo de pudor corporal. Y vice-versa.

La metáfora bíblica trasmitida en el Génesis sobre el “reconocimiento de la desnudez” por la pareja humana, y la necesidad que ambos sintieron de cubrirla cuando se les despertó la noción del bien y del mal, es una imagen que evidencia el inicio de este proceso de tomada de conciencia del espíritu humano, objetivo último y fundamental de su pasaje por las varias partes de la Creación, que le posibilita, por fin, el propio ingreso al Paraíso. Para un espíritu desarrollado, que ya haya obtenido un determinado grado de autoconciencia, cuerpo y alma son involucros absolutamente intangibles, inviolables e incorruptibles. Jamás una persona tal, consentiría en tener el cuerpo expuesto a la contemplación pública, ni tampoco el alma desnudada delante de pretensos especialistas anímicos.

Bailes y desfiles carnavalescos, al igual que varias otras contingencias semejantes, actúan apenas como catalizadores de un largo proceso de degradación interior, en curso en el íntimo de innumeras personas que fracasaron como seres humanos. Constituyen meras oportunidades para una exacerbación visible de la etapa en que se encuentra la falta de pudor, hace mucho latente en ellas.

A través de esa medida simple y directa de la manifestación del sentimiento de pudor, el lector bien puede imaginar la real situación espiritual de la mayor parte de la humanidad terrena .

Roberto C. P. Junior