Mensaje de Año Nuevo

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Hace pocos días apenas, y aquel renovado anhelo de fin de año por mejores días parecía de nuevo tan factible, tan real esta vez, tan al alcance de las manos de todos nosotros, que ayudamos a moldearlo otra vez, con nuestra cuota cíclica de optimismo forzado, anestesiados que estábamos por la alegría contagiante del “Reveillon”, felices con el embotamiento de abrazos y de votos mutuos, fueran ambos, sinceros o no.

Pero… ¿y ahora? Ahora, cuando los pies están nuevamente firmes en el suelo, ya limpio de los corchos del champagne, cuando el mundo, indiferente al ruego exigente de sus hijos, muestra nuevamente su verdadera faz – ya limpia también, del maquillaje hipnótico de los fuegos artificiales, es justamente ahora cuando resurge la pregunta angustiante: ¿Qué nos traerá el año nuevo? Aturdido por un enmarañado de profecías cabalístico-escatológicas y vaticinios económico-ambientalistas, el ser humano común se esfuerza por levantar un poco el velo del futuro, por lo menos, del suyo: “¿Qué me traerá, pues, este año nuevo?”

En relación a la humanidad como un todo no es difícil, realmente, hacer predicciones. Ella continuará a recoger y a saborear compulsivamente los frutos amargos de su maléfica siembra de los últimos milenios. Apenas con la diferencia, bastante notoria por otra parte, de que la cantidad e intensidad de esos retornos será cada vez más grande, como ya viene sucediendo a lo largo de las últimas décadas. El que tenga ojos para ver, que vea.

Guerras fratricidas, crímenes hediondos, enfermedades terribles, desequilibrios psíquicos, crisis políticas y sociales globales, descalabro económico-financiero generalizado, múltiples catástrofes de la naturaleza, alteraciones climáticas incisivas, miedo e inseguridad diseminados por todos los cuadrantes… Los compañeros fieles de la humanidad en este siglo de horror continuarán a serlo el año que se inicia, continuarán siendo sus más aguerridos acompañantes, al cierre del ciclo de su existencia. Y todavía otros se juntarán al cortejo en ese trayecto final del féretro, como recientemente ya lo han hecho los agujeros en la capa de ozono y las alteraciones solares. Todo va tomando forma, como ella misma siempre ha querido, como continuamente ha insistido en forjar para sí con tanto empeño, por medio de su increíble, incomprensible, desobediencia colectiva a las Leyes ineludibles de la naturaleza.

En relación a un único individuo, sin embargo, a un ser humano cuyo espíritu aún esté vivo, el futuro le pertenece solamente a él. Solamente a él. Tan sólo a él, señor de su destino. Es él mismo quien moldea para sí, su propio futuro, de acuerdo a su manera de vivir el presente. Puede, así, preparar para sí mismo, tanto un lugar repleto de alegría y felicidad, inmerso en luz, como un local de máximo sufrimiento y dolor, inmerso en las tinieblas de la más aterradora desesperanza. La decisión es de él. Siempre y únicamente de él.

Por eso, al contrario de elucubrar inútilmente acerca de su futuro, el ser humano de espíritu vivo debería cobrar ánimo y actuar. Actuar ahora, ¡en el presente! El tiene que reunir todas sus fuerzas únicamente en el sentido del bien, sin descanso, si quiere, realmente, construir un bello futuro para sí mismo. ¡Es él quien tiene que colocar manos a la obra, con infatigable ahínco! Cabe a él, exclusivamente, transformar de modo radical su voluntad interior, el que naturalmente, acaba por exteriorizase también en sus pensamientos, palabras y acciones. Y el pensamiento purificado, la palabra verdadera y la acción correcta, constituyen justamente el material de construcción con el que modela de modo totalmente automático, un futuro radiante para sí mismo. Repito: de modo totalmente automático. Sin estafas intelectuales, sin esposas dogmáticas y sin malabarismos místico-ocultistas.

Actuando de esa forma, él tendrá que formar un bello futuro para sí, por ni siquiera ser posible de modo diferente, de acuerdo a la Ley natural de causa y efecto, o Ley de la reciprocidad. Como se ve, no es nada que la buena voluntad y la perseverancia no puedan conseguir. Las piedras que aquí y allá, surgen en esa empresa, como si vinieran de la nada y que todavía pueden hacerlo tropezar y herirse, en realidad, sólo le serán útiles. Ellas también fueron formadas, lapidadas y colocadas en la alfombra de su destino por él mismo, consecuencia de su sintonía equivocada de otrora. No deben darle miedo o desánimo, al contrario, deben servirle eso sí, para conocer los errores que aún están pendientes y mantener su tenacidad en proseguir hacia arriba, recogiendo siempre nuevos reconocimientos espirituales. Con eso, notará, poco a poco, que las piedras se tornan paulatinamente menores y más raras a medida que sube, hasta que un día, ellas también habrán desaparecido por completo. De ese modo, la escalada le es facilitada a cada día, en la medida directa de su esfuerzo por progresar. Y, al alcanzar determinada altura, podrá divisar entonces, nítidamente el bello futuro acariciado, el porvenir que él mismo se formó, que él mismo conquistó.

Sin esfuerzo propio nadie asciende, nadie progresa. Ni siquiera un milímetro. Es una ilusión desmedida imaginar que la creencia ciega sea un elevador espiritual, que no obliga a sus pasajeros al esfuerzo continuo en mejorar como seres humanos. Los que llaman de “orar a los cielos” a la letanía cotidiana de reclamar de la vida y llorar miserias, no pasan de mendigos perezosos. Despreciables como éstos. Con esa indolencia inaudita, el futuro que tales “desheredados del destino” forman para sí mismos es pavoroso. Son suicidas espirituales, que voluntariamente debilitan sus espíritus con esa inactividad forzosa y, a tal punto, que estos se tornan por fin, incapaces de moverse por sí mismos, acabando por morir de inanición espiritual, completamente paralizados, sin disponer más de fuerzas para encontrar el Pan de la Vida y alimentarse de él.

Solo aquel que, a través del propio esfuerzo, mantenga siempre encendida la llama de su espíritu, ardiendo en pro del bien y vuelta hacia la Verdad, podrá resistir a los próximos vendavales purificadores. Ya los otros, los indolentes espirituales crónicos, cuya única tarea, o la que se disponen a realizar, es la de mantener sus espíritus eternamente sumergidos en un sueño de plomo, verán desconcertados, sus llamas débiles y movedizas, apagarse a las primeras ráfagas.

El espíritu humano dispone del libre albedrío para su desarrollo. Y es por intermedio de esa dádiva que puede elegir sus propios caminos, quedando, eso sí, incondicionalmente sometido a las consecuencias de su elección. Por eso, es él quien forja su propio destino, y aún, su destino final como espíritu humano. Ahí ya no se trata más de una simple resolución de año nuevo, pero sí de una decisión que abarca toda una existencia, su existencia entera, y no apenas esta actual vida terrena. Vida eterna o muerte eterna están en las manos del propio ser humano, pues su futuro, su destino, solamente a él le pertenece. Este nuevo año podrá ser para él, entonces, el primero de una vida completamente nueva, integrada a las Leyes de la Creación. Y será… si así él lo desea.

Roberto C. P. Junior