Mensaje de Navidad

— ¿Sabes, María, que la estrella brilla sobre el techo que nos cubre?
— ¡Lo sé, José!
— ¿Y, sabes también qué es lo que la estrella anuncia?
— Al Mesías!

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Hace poco más de dos mil años, más precisamente en el año 12 a.C. según nuestra cuenta de tiempo, la Tierra fue escenario del acontecimiento más extraordinario de todos los tiempos. Sucedió aquí, un evento excepcional, de inimaginable amplitud, único desde el existir del Universo entero. Una noche determinada del final de aquél año, una parte del Amor de Dios – el Creador de Todos los Mundos, nació en nuestro planeta. En el cielo, un cometa de intenso brillo anunciaba el cumplimiento de antiguas profecías, la efectivación de una gracia inconmensurable para toda la humanidad e inconcebible a su comprensión: el nacimiento terreno de Jesús, el Hijo de Dios.

Durante poco más de tres décadas, las atenciones en las muchas moradas de la Casa del Padre, esto es, en los varios planos de la gigantesca obra de la Creación, estuvieron dirigidas directamente para aquí. Desde aquella simple noche en Belén, en un establo de ovejas, hasta el terrible final en el Gólgota.

Nunca, en ninguna época, en ningún lugar, un espíritu humano llegará a aproximarse de la comprensión integral del fenómeno, de saber efectivamente, lo amplia, lo inmensamente amplia que fue la gracia otorgada otrora a la humanidad con el nacimiento de aquél niño. Cuando mucho, podrá adquirir – en la exacta medida de su sinceridad – un tenue vislumbre del real significado de la llegada de Jesús de Nazaret. Sabrá entonces, humildemente, que El bajó de las alturas máximas a los confines de la Creación, hasta el plano de las más densas materialidades, con la misión de ofrecer a la perdida humanidad terrena la posibilidad de salvación, a través del cumplimiento de Su Palabra.

El efecto subsiguiente de división de los períodos históricos en antes y después de Su nacimiento, a pesar de globalmente amplio, fue la más pequeña de las consecuencias de Su pasaje por la Tierra, meramente exterior. Las consecuencias espirituales fueron mucho más grandes, mucho más incisivas para el género humano. Jesús concedió nuevamente a los seres humanos la posibilidad de salvarse a través del indispensable reencuadre en las Leyes vigentes en la Creación. Por medio de parábolas, explicó entonces, repetidamente, con toda paciencia, la actuación de esas Leyes, de cuyo saber, la misma humanidad ya hace mucho se privara, en virtud de su voluntario y persistente, incomprensible alejamiento de la Luz. Así supimos que se trataba de Leyes que jamás podrían ser arrojadas fuera, apenas cumplidas.

Sin la venida de Jesús exactamente en aquella época, ningún ser humano lograría llegar al tiempo presente con su espíritu aún vivo. Su Palabra, dirigida a todos los pueblos indistintamente, fue una boya de salvación para los seres humanos buenos, permitiéndoles atravesar con seguridad, sin perderse, el espacio de tiempo existente hasta el examen final de la humanidad.

Y cuando la odiosa voluntad de la mayor parte de esa humanidad, a través de sus aseclas, Lo cubrió de sufrimientos y por fin, Lo crucificó, a El, a la Palabra encarnada, rechazando así con escarnio la salvación ofrecida por la Palabra, tan necesaria y urgente para esa misma humanidad, fue únicamente Su invalorable intercesión “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” que todavía mantiene abierta, hasta los días de hoy, una posibilidad de salvación a quienes se muestren dignos de ella.

Si la humanidad como un todo no hubiera construido tan diligentemente la ancha carretera del mal, ni se hubiera dirigido tan llena de sí misma, por allí, rumbo al abismo, la venida de Jesús no habría sido necesaria. Pero, para que los pocos buenos no acabaran siendo arrastrados conjuntamente por el sumidero de las tinieblas, para que sus centellas espirituales se conservaran prendidas hasta la época del Juicio Final, El Amor de Dios se dispuso a venir hasta esta pequeñita Tierra. Aquí llegó para desobstruir e indicarles nuevamente el estrecho camino que conducía a las alturas, el que se encontraba demasiado maltratado, muy mal cuidado, en virtud de haber sido escasamente utilizado hasta entonces porque había sido ya completamente olvidado y abandonado por todos.

Ningún espíritu humano, que a través de las palabras de Cristo haya podido llegar vivo a nuestra época, tiene idea de cuanto le debe a su Salvador. Ninguno. No hay siquiera uno de esos hijos pródigos que puedan evaluar con acierto, el alcance de la gracia a él concedida, de haberle sido mostrado el camino de vuelta para casa, para el Paraíso. Pues ahora le es nuevamente posible ascender hasta allá, por esfuerzo propio, como espíritu purificado y plenamente conciente, después de que su talento haya rendido intereses sobre intereses.

A decir bien, sólo existe una manera de retribuir, por poco que sea, el maravilloso regalo dado por Dios a la humanidad aquella noche lejana de Navidad: intentar vivir integralmente las enseñanzas ofrecidas por Su Hijo, independiente de cómo se componen las formas exteriores de los múltiples ritos religiosos. Transformar en vida las palabras del Maestro, esforzándose por reconocer las Leyes que rigen la Creación y la finalidad de nuestra existencia dentro de ella, pues, ¡tan sólo quien busca… encontrará! Y apenas quien ama al prójimo como a sí mismo estará en condiciones de festejar la Navidad de la forma correcta: con el alma plena de alegría y el corazón trasbordando gratitud.

Roberto C. P. Junior