Los Males del Falso Amor

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Entre todos los conceptos originariamente puros que la humanidad como un todo, distorsionó a lo largo de su milenaria decadencia espiritual, tal vez ninguno haya sido más vilipendiado, más escarnecido, que el expresado por la palabra amor.

Vamos a empezar por el amor al prójimo. ¿En qué se transformó hoy, ese sentimiento que es condición necesaria y suficiente para el modo correcto de vida? ¿Para, incluso, disfrutarla alegremente? Se transformó en sinónimo de apatía, de blandura y de debilidad, de condescendencia impropia, confortable, para con los errores y fallas de los semejantes.

El amor al prójimo es hoy, un amor complaciente, falso, que con dulces palabras anestesia, sí, temporalmente, el dolor de quien se equivocó, pero lo impide de reconocer la causa del sufrimiento, lo que, infaliblemente, fuerza a una repetición futura de ese mismo sufrimiento. Un amor que proporciona, sí, un alivio momentáneo, pero al precio de la infelicidad perenne; que, magnánimamente, distribuye limosnas a los desvalidos, no sin antes sustraerles el tesoro de la dignidad. Un amor que seca, sí, prontamente las lágrimas del sufriente, apenas para que este pueda divisar más nítidamente, la sonrisa beatífica enmarcando el semblante compadecido de su amoroso consolador.

Amor al prójimo no puede ser eso. Amor, amor verdadero al prójimo, es darle, antes de más nada, lo que le es útil , independiente de que eso le cause o no una alegría efímera. Es mostrarle de forma clara, y aún, contundente, los errores cometidos, los que siempre vuelven a quien los genera bajo la forma de sufrimiento continuo. Es dar apoyo irrestricto, sólido, a quien realmente se esfuerza en superar sus debilidades; es ampararlo en la travesía del arduo camino del reconocimiento del error, aunque sea entre lágrimas y sollozos de ambos. Pues únicamente el reconocimiento personal del actuar equivocado, implacable y amplio, es capaz de hacer con que alguien cambie de modo radical su sintonía interior. Y, tan solo, el voluntario cambio de esa sintonía, puede interrumpir de una vez para siempre, el ciclo aparentemente sin fin del sufrimiento intermitente.

El amor verdadero, severo, abre a duras penas el portal para la conquista de la felicidad, mientras que el falso amor, echa sobre el mismo, sin esfuerzo, una tranca imposible de quitar. La acción del primero está cuajada de obstáculos, dificultada por fuerte incomprensión e intensa crítica, mientras que la del segundo, está allanada por cariño, incentivada por aprobaciones sonrientes y elogios inconsecuentes.

Esa nefasta concepción de falso amor, se diseminó como una pandemia incurable, acabando por inmiscuirse en todos los campos de la vida humana. Aún el amor entre hombre y mujer, sucumbió a este engaño. Muchísimos casamientos exhiben como pilar para una vida en común, apenas la atracción física e instintos exacerbados, y se llama entonces, a esa contingencia unilateral de “amor”. Y así, las parejas de hoy, mejor dicho, los compañeros de hoy, se esmeran apenas en “hacer el amor”, como si fuera posible tal cosa, en relación al verdadero amor.

Un amor verdadero, puro, entre un hombre y una mujer, no está sometido a oscilaciones aleatorias de performances corpóreas. Es una conexión espiritual de irradiaciones, totalmente independiente de meras exterioridades físicas; por eso mismo, tampoco envejece con los años, no se torna más débil o menos interesante, ni tampoco puede extinguirse. Por el contrario. El verdadero amor se fortalece aún más con el tiempo y, a tal punto, que puede reunir siempre de nuevo las almas por él enlazadas, para una nueva vida en conjunto aquí en la Tierra o en otros planos de la Creación. La muerte terrena no representa ningún obstáculo para el verdadero amor. Ninguna tumba es capaz de confinarlo, porque no está formado de materia ni sometido a ella.

¿Y el amor maternal? ¿Y el filial? También ambos, originariamente naturales y bellos, fueron irremediablemente impregnados de falso amor. Durante siglos el amor materno fue cantado como el más noble de los sentimientos de la mujer, como si la principal misión de la feminidad fuera generar hijos para poder hacer justicia a ese sentimiento. Nadie recordó que el ser humano, hombre o mujer, es esencialmente un ser espiritual, y como tal tiene que actuar en primer lugar. La procreación no es la principal función de la pareja humana; considerarla como tal es promover un descenso intencional del verdadero papel, de la real misión del espíritu humano en la Creación. Es un envilecimiento voluntario, indigno de la especie humana, decurrente también de la crónica indolencia espiritual, que descarta la intuición en toda deliberación e invariablemente suprime cualquier intento de reflexión más profunda. No fue por otro motivo, en realidad, que el “creced y multiplicad” fue alegremente recibido como una revelación toda especial, y puesto en práctica con espantoso ahínco y admirable empeño, desde entonces.

Las odas seculares erguidas en loor al amor materno, como si la mujer no fuera más que una graciosa especie reproductora bípede, lo transformaron en un fardo enfermizo que solapa el libre desarrollo espiritual, tanto de la madre como de los hijos. A ella le hace creer que posee derechos absolutos y permanentes sobre la prole, mientras que a esta última, le impone obligatoriedad de eterna gratitud, aunque frecuentemente, bajo el manto de la hipocresía. Y eso, sin hablar del asqueroso mercantilismo de ese “amor” filial. La americana Anna Jarvis, que al inicio del siglo XX, inadvertidamente creó el “día de las madres”, y que se empeñó personalmente para que esa conmemoración fuera adoptada en otros 43 países, llegó al fin de la vida, en el año 1948, completamente amargada con su “invención”. Murió recluida, corroída por el disgusto y el sufrimiento, presenciando como, su propósito inicial, aparentemente inocuo y bien intencionado, se transformó en una aberración comercial de alcance global.

El falso amor se insertó de tal forma en las concepciones humanas, a lo largo de milenios, que aún los esfuerzos por comprender acertadamente, la acción de nuestro Creador, fueron distorsionados por este concepto, irremediablemente. Se imagina hoy, pues, que el mismo Jesús haya sido también complaciente y condescendiente, buscando de este modo, una prueba inconteste de la acción del Amor divino. El, que fue el Amor de Dios encarnado sobre la Tierra, y que por eso mismo, fue particularmente severo con las criaturas cerebrinas de aquella época, es presentado como ejemplo máximo de la acción del falso amor, que fue generado, exclusivamente, por la indolencia del espíritu humano y conservado por su ceguera.

Se llegó al punto de considerar su muerte en la cruz como un sacrificio voluntario, un holocausto deseado y programado con anticipación por el Altísimo, para la redención automática de los habitantes de esta Tierra, mientras que, en realidad, tal pavoroso acontecimiento, fruto del libre arbitrio de la humanidad pecaminosa, nada más fue, que un brutal asesinato. Se pasó así, lejos de su Palabra, única vía de salvación, a la cándida aceptación del concepto de una muerte inevitable del Hijo de Dios.

El falso amor venció una vez más, y obtuvo aquí su más grande triunfo. Envolvió a la cristandad íntegra con la acogedora idea de una esperanza falsa, dejando en segundo plano las propias palabras del Maestro, cuyo cumplimiento incondicional era la única posibilidad de alcanzar la anhelada salvación.

Pero, así como todo lo demás que todavía es y está equivocado, el falso amor también se encuentra con los días contados. En el futuro, cuando hayamos sido forzados a reaprender el real significado de la palabra amor, iremos seguramente, a pensar dos veces, diez veces, antes de osar pronunciarla nuevamente.

Roberto C. P. Junior