Cuando la Muerte es un Derecho

Cuando niños, aprendemos que nadie tiene el derecho de quitarle la vida a otro y tampoco la suya propia. Los preceptos religiosos y las leyes de las naciones lo prohíben expresamente, y el carácter de mucha gente de bien, cuida de mantener esa prohibición, firmemente sedimentada en el cerne más profundo de la conciencia individual. Conciencia ésta, la más de las veces, moldeada dolorosamente de choque en choque desde la primera infancia, cuando el niño y el pre-adolescente son forzados a constatar, con perplejidad e incomprensión, que ese precepto tan básico, tan sagrado – el de la prohibición de extinguir la vida – no es respetado en este mundo, a cada fracción de segundo, y bajo múltiples formas.

Para esas personas de buena índole, el horror evocado por latrocinios y matanzas es tal, que simplemente no pueden admitir que el Estado promueva semejante horror, al amparo de la ley; sin contar que muchas estadísticas demuestran que la criminalidad no se tornó significativamente menor en los países en lo cuales la pena de muerte fue adoptada. Este es, en el fondo, el principal argumento contra la pena de muerte, mantenido todavía, por la afirmativa contundente de que, apenas Aquél que dio la vida tiene la prerrogativa de quitarla, o sea que, se trataría de un hecho externo a las atribuciones de una criatura humana. Es una argumentación poderosa esa, merecedora de respeto, porque atestigua una voluntad sincera, en el sentido del bien.

Sin embargo, hay una falla fundamental en esa concepción, una falla que sólo no se reconoce, por falta de visión sobre las verdaderas conexiones que determinan la vida humana.

Es perfectamente comprensible la aversión de una buena persona delante de la posibilidad de quitar la vida de un ser humano. Pero, esa aversión sólo existe, porque se juzga que todas las personas que viven como ella en la Tierra, son también seres humanos. El error está ahí. Los llamados criminales irrecuperables, como por ejemplo, los psicópatas que matan, violan y promueven toda suerte de violencias en sus actos criminales, ya no son realmente más, seres humanos. Todavía tienen sí, exteriormente, una apariencia humana, pero eso no hace de ellos, en absoluto, seres humanos, pues el cuerpo humano terreno, es tan sólo una herramienta del espíritu, y únicamente un espíritu vivo puede ser denominado de ser humano. El cuerpo material no es, por sí mismo, una garantía de que allí, todavía viva un ser humano.

Los espíritus de esas ex-personas ya están muertos, y la apariencia de sus almas no tiene la más mínima semejanza con la forma humana. Son monstruos en el más profundo y verdadero sentido de la palabra, aberraciones innombrables, que contaminan la Tierra con su presencia asquerosa. Se encuentran muy por debajo del escalón ocupado por cualquier insecto, por más insignificante que sea. Son menos que un virus patógeno, el que tiene una función a cumplir, y la cumple integralmente, mientras que una aberración de esa estirpe, que apenas externamente se asemeja a un ser humano, no es nada, no pasa de un montón de basura en descomposición, que sólo aquí en la Tierra, bajo la protección del cuerpo terreno, es capaz de practicar sus atrocidades.

Muchas de esas “cosas” admiten que volverán a matar y a violar si consiguen huir de la prisión. Entonces, ¿vamos a cuidarlas durante años, alimentarlas y tratarlas hasta que consigan su intento? ¿Qué haríamos, si, por ventura nos encontráramos en nuestra casa con un aglomerado de basura maloliente, en medio de la sala? ¿La cubriríamos con una redoma para que no se extendiera o la tiraríamos inmediatamente a la lata de la basura?

Derechos humanos, como el mismo nombre lo dice, son destinados a los seres humanos. Solamente los seres humanos merecen disfrutar de los derechos humanos. Los otros no, porque ya no son humanos. Y nunca más volverán a serlo. Ofrézcase a un asesino serial todas las condiciones necesarias para su rehabilitación, todo el apoyo, toda la asistencia social que se pueda imaginar, y nada de eso surtirá efecto. Continuará no siendo un ser humano. No puede más serlo.

Bajo este punto de vista, la propia denominación “pena de muerte” no es adecuada. No se trata propiamente de una pena, y sí de un derecho. Es un derecho de muerte de la sociedad, que no tiene porqué verse obligada a vivir rodeada por la inmundicia.

Pero, tampoco se justifica , de ninguna manera, el deseo de venganza como estímulo a ese derecho de muerte. La venganza y el odio son sentimientos muy negativos, que, en la recíproca, sólo pueden traer desgracia multiplicada, a quienes los alimentan, aún cuando dirigidos a criminales. El derecho de muerte, es apenas el derecho a vivir sin basura dentro de la sala.

Cuando se analiza la vida hodierna bajo una óptica más amplia, no restricta a lo meramente terrenal, las aparentes incongruencias se disipan automáticamente, mientras que algunos conceptos tenidos y mantenidos como sólidos, muestran toda su vacuidad con asustadora nitidez. Si no, véase el aborto. Como el derecho de muerte antes mencionado, es la única justificativa valedera para quitar la vida terrena de un ser maléfico, ya que no se trata más de un ser humano, es inconcebible que una mujer se sienta con derecho de practicar el aborto, con la idea de que puede disponer de su propio cuerpo como bien entienda. Un embarazo, voluntario o no, equivale a un “pedido de vida” según las leyes de la naturaleza, y no a un derecho de muerte. El aborto no pasa de un crimen, que somete a la mujer que lo practica a graves consecuencias anímicas, de las cuales se tornará conciente, apenas cuando haya dejado esta vida. Excepción ahí hecha tan sólo en el caso de una violación, pues no es difícil imaginar la especie de criatura que se puede encarnar de una concepción de ese tipo.

Por la misma razón, ningún ser humano tiene derecho a quitarse la propia vida. Digamos que es necesario ser especialmente cobarde para practicar el suicidio. El suicidio es la cobardía misma, es la más vergonzosa derrota impuesta por la pereza espiritual, es la confesión de la absoluta debilidad interior, de la incapacidad de soportar los efectos retroactivos de un actuar equivocado, es admitir la total incompetencia en obtener la madurez personal a través de la indispensable vivencia. El suicida es una criatura deplorable, que con su acto, se burla de la dádiva de la vida ofrecida por su Creador.

¿Y la eutanasia? ¿Sería también un crimen o un derecho de muerte? Es necesario diferenciarla. Hay, en realidad, dos tipos: la activa y la pasiva. La eutanasia activa significa establecer procedimientos, incluso administrar drogas, que abrevien la vida de un enfermo considerado desengañado. Ya la eutanasia pasiva, se limita a dejar de ofrecer recursos técnicos capaces de estirar artificialmente la vida de un paciente terminal, como por ejemplo aparatos que substituyen parte de las funciones vitales del cuerpo. La primera forma de eutanasia es un suicidio disimulado. Mientras que la segunda es un legítimo derecho de muerte.

La eutanasia pasiva es el derecho que cabe al enfermo de morir condignamente. Solo los más empedernidos, endurecidos y “embrutecidos” materialistas pueden encontrar alguna justificativa para mantener a una persona en coma durante meses y hasta años, por medio de aparatos. Hay que ser muy turro para llamar a una tal situación, de “vida”. Como para el materialista solo existe la vida terrena, cree entonces que es mejor “vivir” de esa manera, a simplemente morir naturalmente. También pesa mucho ahí, el egoísmo exacerbado de los parientes y responsables por el moribundo, que exigen de esa manera, que permanezca en este mundo a cualquier costo, aunque sea como un vegetal.

La eutanasia pasiva y la eliminación de criminales irrecuperables, son dos situaciones en que se configura el derecho de muerte. Sin embargo, cuando el actual proceso de depuración esté terminado sobre la Tierra, cuando un nuevo tiempo haya sido implantado, también esas dos situaciones habrán desaparecido. Enfermedades terribles como las que asolan a la pecaminosa humanidad de hoy, habrán dejado de existir, porque ninguno de los seres humanos restantes necesitará ser alcanzado por ellas. Y los llamados crímenes hediondos serán tan sólo un triste recuerdo en la memoria de esos seres humanos purificados, recuerdo amargo de una era en que monstruos habitaban el planeta, de la época en que los vivos andaban entre los muertos… Vivos espiritualmente y muertos espiritualmente, porque de otro tipo no hay.

No obstante, esa reminiscencia angustiante pronto será suplantada por la alegre y tranquilizadora seguridad de que toda la gama de muertos, ahí incluido el grupo de los, aún hoy, denominados equivocada y eufemísticamente de “seres humanos de índole criminal”, habrá sido barrida para siempre de la maravillosa obra de la Creación.

Roberto C. P. Junior