Leyes Universales - 1ª Parte

Que el Universo está regido por leyes bien determinadas, la misma ciencia ya descubrió, constató y admitió. Y no de hoy, sino desde hace siglos. El reconocimiento de esas leyes, por parte de la ciencia, es continuado y creciente .

Desde los primeros descubrimientos astronómicos de los antiguos pueblos, pasando por los sólidos fundamentos de la física clásica de Newton, hasta llegar a los no muy obvios postulados de la física cuántica, con su extraño “principio de la incertidumbre”, tiempos dilatables, eventos que sólo existen cuando observados y otras extrañezas más, difícilmente asimilables.

Tanto más la ciencia avanza en los descubrimientos en sus múltiples campos de actuación, tanto más constata un inmenso orden en todo. La coherencia de los resultados de sus experimentos, simples o complejos, atestiguan la existencia de leyes en el Universo, según las cuales se forman los fenómenos. Son leyes de tal manera perennes e inmutables, que, en muchos casos, es hasta posible predecir el resultado de un experimento, aun antes de ejecutarlo. Y en los casos en que el resultado no es previsible, se puede afirmar anticipadamente, con absoluta seguridad, que jamás estará en desacuerdo con las leyes conocidas.

En cada nuevo fenómeno descubierto por la ciencia, se reconoce la actuación de esas mismas leyes inflexibles.

El estudio de los “fractales”, por ejemplo, entre otros efectos, demuestra que, al ampliarse a escala microscópica la visión de cualquier elemento de la naturaleza, no importa el número de veces, reaparece siempre una misma forma geométrica, en medio a magníficas formaciones espiraladas, rentrancias y saliencias de apariencia geológica. Es, en sí mismo, un mundo que emociona por su belleza inesperada, totalmente desconocida hasta hace algún tiempo. En formaciones naturales tenidas como aleatorias, como un simple copo de nieve, se descubre a una escala de observación adecuada, un orden insospechable que sigue un patrón inmutable.

La Biología, por su vez, ha contribuido últimamente, con algunos números inéditos para los anales de la ciencia matemática:

Una célula viva posee cerca de veinte aminoácidos, cuyas funciones dependen de dos mil enzimas específicas. Los investigadores han descubierto que, la probabilidad de que la mitad de esas enzimas, por lo tanto mil, se agrupen de modo ordenado, según se presenta en la célula, es de una chance en 10 elevado a 1000. Este número es representado por el algarismo 1 seguido de mil ceros… Para que tengamos una remota idea de lo que esto significa, basta con considerar que el tamaño del Universo observable actualmente, es del orden de 10 elevado a 28 centímetros, o sea, un número de centímetros representado por el algarismo 1 seguido de veintiocho ceros. Si un día ese número llegara a 10 elevado a 29 centímetros, significará que el Universo observable habrá aumentado diez veces. Una chance en 10 elevado a 1000 para la combinación aleatoria ordenada de la mitad de las enzimas de una célula, equivale a decir simplemente, que la posibilidad de que la vida haya surgido al acaso, es cero en términos de probabilidades.

¿No son descubrimientos impresionantes? Claro que sí. Son de dejar a cualquiera pasmo de asombro.

Sin embargo, hay algo más impresionante todavía, en medio a esos hallazgos científicos. Hay ahí algo capaz de dejar a un observador atento, todavía más perplejo delante de esos fantásticos descubrimientos. Se trata de la sorprendente falta de interés científico en saber Quién, en realidad, insertó esas leyes en el Universo. Leyes que la propia ciencia ha comprobado que existen, que intenta comprender con exactitud creciente y que constató ser absolutamente uniformes e incontornables.

Si las leyes humanas terrenas, notoriamente imperfectas y fragmentarias, tienen autores conocidos, ¿cómo se puede suponer que esas leyes universales, intangibles en su perfección, e incontornables en su alcance, puedan haber surgido al acaso?

¿Qué es lo que hace, que la ciencia, tan celosa de resultados palpables y mensurables, no pueda llegar por si misma a la conclusión tan obvia, de una obviedad infantil, de que solamente una Voluntad superior, podría haber incluido en el Universo leyes tan perfectas y amplias? ¿Qué extraña y poderosa fuerza es ésa, que cierra los labios de los discípulos de la ciencia y los impide de balbucear para sí mismos la palabra “Dios”? ¿Orgullo intelectual? ¿Presunción de saber? ¿Miedo? ¿Vergüenza?

Un poco de todo eso, sin duda, sumado a la voluntaria atrofia espiritual de esos seres humanos, que condenan previamente como inexistente o desprovisto de sentido todo aquello que no consiguen ver, pesar o medir… Que, desprovistos (o desprotegidos) del más elemental sentido del ridículo, afirman “que no hay ninguna prueba” de la existencia de un Ser supremo, mientras, ellos mismos se constituyen en la prueba más evidente…

Si los científicos pudieran llegar a la conclusión de que, solamente un Creador podría incluir leyes en la obra de la Creación, un mundo de nuevos reconocimientos se les abriría inmediatamente. No estarían más tan firmemente atados a las restrictas reflexiones del intelecto, sino que, harían uso principalmente de las capacidades de sus espíritus. Y con eso se librarían del epíteto de “científicos”'ya que habrían ascendido al de “sabios”. Y cuanto más sabios se volvieran en este reconocimiento creciente, más humildes serían también. Con relación a esto, es posible tenerse absoluta seguridad. La mala hierba de la presunción sólo puede florecer en el suelo reseco de la estupidez. Y contra la estupidez, como se sabe, hasta los dioses lucharían en vano…

Con el reconocimiento creciente, al vislumbrar la existencia de una Sabiduría y de un orden que sobrepasa en mucho, a los fenómenos terrenalmente visibles y palpables, los ex- científicos comprenderían qué poco, en verdad, conocen la obra de la Creación. Y, llegarían entonces, finalmente, al estado de evolución que Sócrates alcanzó hace 2.400 años, que hizo de él, el hombre más sabio de su tiempo, pues era “el único que sabía que nada sabía”.

Los científicos de hoy, con sus espíritus adormecidos y su presunción intelectual, son criaturas infelices y nocivas al conjunto de la Creación. Los sabios de mañana, con sus espíritus despiertos y humildes, irradiarán alegría de vivir y serán siervos realmente útiles en la viña del Señor.

Roberto C. P. Junior