Por Detrás de los Transplantes - 1ª Parte

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El Ministro de Propaganda e Información del Tercer Reich, Joseph Goebbels, creía que, si una mentira fuera repetida continuamente, acabaría por transformarse en verdad. Las escenas de pocos años antes de la guerra, que mostraban al Führer indicando enérgicamente el rumbo a seguir, como un faro en medio a aquel mar de brazos extendidos, parecían darle la razón.

Sin embargo, el tiempo se encargó de mostrar que la teoría estaba equivocada. Una mentira no puede ser transformada en verdad. Como máximo, puede ser hábilmente cubierta por una capa que le dé la apariencia de verdad, o sea, envuelta en una segunda mentira. Y es este tipo de mentira, travestida de verdad, que consigue sobrevivir por un tiempo más largo, si es, continuamente inculcada a las personas, como siendo algo correcto y útil. Tanto más, si inculcadores e inculcados no se dan al trabajo de conocer realmente a fondo lo que tienen entre manos, evaluando al fruto, apenas por la apariencia de su bella cáscara.

Hoy, nos parece incomprensible cómo la mayor parte del pueblo alemán de la década de 30, pudo ser engañado tan fácilmente. ¿Es que no percibían el potencial de desgracia que se escondía debajo de la suástica? ¿Cómo les pudo pasar desapercibidos el odio y el deseo de venganza, mal camuflados en exhortos ufanistas?

El hecho es que, para los alemanes de aquella época, la exterioridad seductora de la ideología nazi, bastaba. Sus egos inflados de orgullo nacional no dejaban espacio para cualquier análisis más profundo. La propia indolencia colectiva los fundió en una masa inerte dócil, fácilmente manipulable en cualquier dirección. La mayoría, creía realmente estar presenciando a su patria pariendo a un genio más, luego de haber dado al mundo un Goethe, un Wagner, y tantos otros. Era creencia general que las dificultades económicas y las humillaciones del Tratado de Versalles serían, en breve, cosas del pasado. Quien no compartía de esas opiniones, quien por lo tanto, no se dejaba llevar por la propaganda institucionalizada del partido, era visto como ignorante, ciego, no patriota, indigno de pertenecer a la raza aria. En suma: era muy mal visto. Gobierno, pueblo y prensa, cuidaban para que las ideas contrarias al orden establecido, siquiera fueran divulgadas.

Naturalmente, un engaño de esa magnitud, jamás podría repetirse en los tiempos actuales. Con nuestra inteligencia, perspicacia y sentido común, estamos absolutamente preparados para desenmascarar, inmediatamente, cualquier intento en ese sentido. Aún más hoy, que contamos con la visión retrospectiva de los errores del pasado, lo que nos mantiene inmunes contra uma reincidencia. ¿No es así?

Vamos a dejar la Alemania nacional-socialista y avanzar algunas décadas. Año 1967, mes de diciembre. Los ojos del mundo están todos puestos en África del Sur, atentos a las palabras del cirujano Christian Barnard, que acaba de implantar en el pecho de un paciente cardíaco, el corazón de una persona muerta. Y, lo inimaginable sucede: ¡el corazón late! ¡El donante, con su muerte, permitió que otra persona continuara a vivir un tiempo más aquí en la Tierra!

En la entrevista colectiva, el Dr. Barnard va contestando pacientemente a las muchas preguntas de los periodistas presentes. Hasta que, a cierta altura, uno de esos reporteros más audaces, le formula una pregunta desconcertante. Es algo sobre la posibilidad de que el médico hubiera infringido alguna ley natural, o ley de Dios, con su intervención quirúrgica.

El Dr. Christian Barnard abre una amplia sonrisa, pero nada contesta. Ni sería necesario. El desprecio y el escarnio que trasparenta su rostro sonriente, constituyen una respuesta más que suficiente. Y eficaz. Tan eficaz, que nadie, nunca más, tendrá coraje de importunarlo nuevamente con impertinencias trascendentales de ese tipo.

Y, así, fundamentados exclusivamente en supuestos éxitos anteriores, convenientemente ensalzados por una propaganda maciza y coercitiva (en los moldes de la enseñanza original de Goebbels), los transplantes de órganos rápidamente se diseminan por el mundo. Nuevas técnicas se desarrollan, se crean cursos y se forman especialistas. Surgen los inevitables y voluminosos tratados médicos sobre el tema. Otros órganos humanos pasan a ser transplantados y la euforia se disemina. Alguien innova y presenta el primer transplante múltiple. Los medios muestran a los incesantemente alegres (?) transplantados, guarnecidos por sus invariables sonrisas estáticas, disfrutando de una nueva vida, saludable, junto a sus familiares. Los gobiernos inician campañas para donación de órganos, apoyadas, en masa, por la población. Nadie quiere perder la oportunidad de hacer algo tan simple, noble y políticamente correcto, como donar sus órganos.

La presión crece, a tal punto, que el acto de donar órganos, considerado como altruista, pasa a ser obligatorio en muchos países, incluso en Brasil. En la Alemania de la década de 30, los parias de la sociedad eran identificados con la Estrella de David cosida en sus ropas. En el Brasil de la década de 90 son reconocidos por la frase "no donante de órganos y tejidos” estampada en sus cédulas de identidad.

La operación pionera del Dr. Barnard abre espacio para la consolidación de la mentira del siglo, la de que los transplantes de órganos son intervenciones útiles y no causan daño a donantes y receptores. Las inmensas dificultades por el rechazo y los innumerables problemas pos operatorios son presentados como detalles sin importancia, desagradables estorbos pasajeros. Raros son los que ven en esas señales, advertencias claras de la naturaleza, y prácticamente nadie se preocupa con posibles daños anímicos y espirituales, como consecuencia de esas prácticas. Y, no obstante, ¡esos daños existen! ¡Y son gravísimos, tanto para donantes como para receptores de órganos!

Goebbels contó con un Ministerio de Propaganda para engañar a una nación durante una década. El Dr. Barnard precisó apenas de una entrevista colectiva para engañar a todo el mundo durante 30 años. ¿Qué diferencia hay, si ambos, siempre estuvieron convencidos de la nobleza y justicia de sus causas, corroboradas, a sus ojos, por el incuestionable apoyo popular y la voluntaria propaganda gubernamental, en sus respectivas épocas? Un crimen es siempre un crimen, independiente de su motivación.

Los transplantes son, sí, crímenes contra las leyes de la naturaleza, y todos los que participan en esos experimentos macabros tienen su parcela de culpa, sean médicos, donantes, receptores o simples apologistas de causas ajenas.

La suposición de que, el donar un órgano sea un acto noble y altruista, y de que el transplante es una fantástica conquista de la ciencia, no constituye una circunstancia atenuante para ese crimen, y sí, un agravante, ya que contribuye a que el delito sea aceptado socialmente y practicado indefinidamente. Quien comparte esa creencia, da muestras de que acepta sin reflexionar, cualquier novedad que surja delante suyo, bastando que le sea presentada bajo una bella forma. Es la marca de la incapacidad o de la pereza de pensar por sí mismo, y de analizar tales temas con la seriedad que requieren.

Roberto C. P. Junior