¿Cuál es el Propósito de la Vida?

¡El gran tema! Tal vez el único todavía capaz de conseguir que las personas reflexionen un poco, desde que, claro, encuentren tiempo para eso.

¿Cuál es, pues, el propósito de esta vida?

“¡Gozarla, aprovecharla al máximo!” gritarán a coro los miembros del alegre club de los hedonistas, constituidos no apenas por los materialistas convictos (socios fundadores), sino también, por los adeptos cada vez más fervientes - y numerosos – de la cada vez más ecuménica – y próspera - teología de la prosperidad.

“Ora, pero que visión más simplificadora e infundamentada!” contraponen, indignados, los representantes de las huestes científicas, que conforman el grupo más intransigente. “La misión de la especie humana es, únicamente, impulsar el progreso, desarrollar el raciocinio y develar todos los secretos del Universo!”

“¡Pobres ciegos! ¿Por qué no queréis ver? ¡Estáis en la Tierra para libertar vuestras almas!” recitarán al unísono, como si fuera un mantra, los portavoces de las innumeras tendencias místico-ocultistas y los dirigentes de las no menos numerosas doctrinas que exigen creencia ciega. Los integrantes de ese vastísimo grupo, que de todos, es el que mejor personifica a la vanidad y a la presunción, divergen entre sí apenas en el método para obtener la iluminación: mientras una parte quiere encontrarla develando lo oculto, la otra lo consigue solamente, siguiendo al pie de la letra, las directivas impuestas por una dada religión.

A excepción de algunas pocas diferencias de forma, esos tres grupos básicos, acomodan las convicciones de la mayor parte de la humanidad en relación a ese tema crucial del significado de la vida.

Dejemos de lado, por ahora, la superficialidad del primer grupo y la fantasía del tercero. Vamos a verificar lo que los integrantes del segundo grupo tienen para decir.

Los científicos… Una vez más, es hacia ellos que se vuelven las miradas de una parcela expresiva de la población, que todavía se mueve interiormente en busca de una respuesta clara y que, no obstante, no se deja manipular por supersticiones ni tampoco, encadenar a los dogmas.

“¡Progreso! ¡Progreso a toda costa!” En ese axioma se resume la severa exhortación de vida que nos dirige la ciencia.

Esa respuesta podría, incluso, ser considerada correcta, si eso supusiera, realmente, el progreso de la humanidad, y no apenas el aumento de sus condiciones materiales de vida. Si, con el mismo ardor utilizado para el desarrollo de la técnica, se buscara también perfeccionar el espíritu. Si las personas, finalmente, se vieran a sí mismas, como seres espirituales que son, y no como máquinas programadas apenas para ejecutar funciones corpóreas y mentales.

Pues, ¿de qué vale gastar toda una existencia, exclusivamente acumulando y disfrutando de las comodidades de la vida moderna - que con justicia deben ser acreditadas a las conquistas de la ciencia - si ninguna de ellas puede librar a la criatura humana de la angustia y del sentimiento de vacío que lo asalta en esta época? ¿Gritos ahogados de su espíritu enclaustrado? Todas las maravillas cibernéticas, los grandes hechos espaciales, los más recientes milagros de la técnica, los antidepresivos de última generación, nada de eso proporciona al ser humano hodierno, siquiera la sombra de un vislumbre de felicidad.

No que estas cosas no sean útiles, pero no bastan para el desarrollo de un ser espiritual. No pueden bastar. Cuando mucho, proporcionan un placer, un poco más intenso que un estornudo, muy lejano de la verdadera alegría e infinitamente distante de la felicidad.

Felicidad, hoy, una palabra cada vez más difícil de definir. ¿Cómo discurrir sobre algo que no existe más? Con su propensión enfermiza hacia lo meramente terrenal, con sus anteojeras intelectivas, con su trágica ilusión de poder y autosuficiencia, la humanidad entera abrió mano de la felicidad. Lo que es peor: ¡luchó incansablemente para que fuera radicalmente extinguida!

Y todavía hay quien, tercamente, insista en reencontrarla en productos científicos… Sísifos modernos, todos ellos.

En lo que dependa de ella, de la idolatrada ciencia, la búsqueda de la felicidad a la que todos tienen derecho, conforme lo preconizado por la ONU en su Declaración Universal de los Derechos del Hombre, continuará a ser exactamente eso: una eterna y desesperanzada búsqueda, o, como seguramente preferirán los miembros del grupo científico, un moto perpetuo.

Roberto C. P. Junior