¿Quiénes somos?

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¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Los intentos de contestar a esas preguntas pueden ser condensados en dos corrientes básicas, empeñadas desde hace décadas, en antagonizar y excluirse mutuamente: la creacionista y la evolucionista.

Los adeptos de la primera se valen de una interpretación rígida de escrituras religiosas, mientras que, los de la Segunda, se apoyan en una visión materialista de fenómenos exteriores. Fundamentalistas de un lado, científicos del otro. En nuestro siglo esas dos corrientes ya midieron fuerzas varias veces, en un flujo y reflujo de batallas ganadas y perdidas de ambos lados, con traiciones y deserciones, conquistas y capitulaciones, todo lo que, finalmente, caracteriza una guerra. “Santa” en el entendimiento de un grupo, “justa” en la concepción del otro.

Ni bien los creacionistas habían acabado de conmemorar el desmoronamiento de la insostenible teoría de la generación espontánea, y las ideas de Darwin ya comenzaban a ganar el mundo. Lo que se siguió, fue una extenuante sucesión de acalorados debates, pruebas y contrapruebas e incluso, acciones judiciales. El capítulo más reciente terminó con una oveja clonada, exhibida como trofeo por doctores, y una foto panorámica de Marte – vacío y sin la menor señal de vida - orgullosamente ostentada por los predicadores.

Pero, ¿cuál de los conceptos básicos sería el correcto? ¿El primer hombre habría sido creado a partir del barro, y la primera mujer nacida de su costilla? O la pareja primeva de la humanidad, habría surgido de una disidencia simia? ¿Barro o mono? Si, en uno de los casos debemos admitir la desagradable constatación, de que la humanidad entera se originó de las relaciones incestuosas entre los descendientes de la primer familia, en el segundo, tenemos que considerar, que, a pesar de justo, ninguno de nosotros se dispondría a colgar el retrato de un gorila o de un chimpancé, en la galería de nuestros ancestros. Tampoco se observa, actualmente, cualquier resquicio genético que pudiera comprobar las génesis fundamentalista o científica. El hombre no nace con una costilla menos que la mujer, ni se nota en cualquiera de los múltiples pueblos de la tierra, alguna predilección especial por bananas.

Sin embargo, hay algo fundamental en común entre esas dos teorías, aparentemente tan dispares entre si. Ambas son productos exclusivos del intelecto humano. Fueron moldeadas por el raciocinio. Ninguna de ellas es resultado de una búsqueda espiritual. En uno de los casos, la interpretación al pie de la letra, literal, de metáforas de cuño espiritual, es apenas trabajo de raciocinio. El, el raciocinio, no tiene la capacidad de sustituir lo meramente terrenal en sus análisis, pues él mismo, es producto de un cerebro material. Por eso, reduce todo con lo que se depara a concepciones demasiadamente limitadas, torcidas, circunscriptas, irremediablemente, al ámbito del espacio y del tiempo terrenos.

De esa torsión padecen todas las enseñanzas espirituales trasmitidas a la humanidad en el correr de los tiempos. Nada se conservó puro. Nada fue comprendido en su sentido más profundo. Parábolas y oraciones, salmos y profecías, todo fue ceñido, cercenado, desfigurado y comprimido en conceptos muy restrictos. Lo que sobró, luego del pasaje de la máquina compresora del filtro intelectivo, ni de lejos recuerda a los preceptos originales.

Apenas para ilustrar a que punto llegó hoy la influencia cerebral, en asuntos religiosos: un teólogo brasileño aclaró, recientemente, que “de acuerdo con la teoría de la evolución del universo, ahora sabemos que no somos un cuerpo que abriga un espíritu”. Parece tratarse de un caso de apostasía (o de conversión, dependiendo de la ideología de quien lo ve), de un desertor que se volteó para el lado del enemigo.

Pero, del lado del enemigo la situación es todavía peor, porque allí, la veneración al ídolo raciocinio, es la condición previa para que un aspirante reciba la patente de científico. Y es, justamente uno de los exponentes de la tropa científica (premio Nóbel por casualidad) que nos asegura que “la vida surgió por casualidad, cuando en determinado momento, algunos elementos químicos se combinaron y comenzaron a hacer copias de si mismos” (sic).

De acuerdo con esa idea, los millones de seres humanos de la Tierra, las incontables especies animales y vegetales, virus y dinosaurios, bacterias y ballenas, todas las formas de vida que pueblan el planeta, o que ya pasaron por él, incluyendo a la polémica pareja primordial de monos, son el resultado de una fortuita combinación de algunos elementos químicos – aparecidos de no se sabe dónde – ocurrida hace tres mil millones de años, que por una casualidad, sin más ni menos, resolvieron hacer copias de si mismos y terminó en lo que terminó. En otros planetas, como en Marte por ejemplo, esos elementos químicos no quisieron reproducirse, y es por eso que no vemos hoy a ningún científico marciano intentando explicar cómo surgió la vida…

Una explicación como esa para el origen de la vida, tan pueril e inconsistente, capaz de arrancar una justificada carcajada de un campesino analfabeto, es lo máximo que la ciencia puede ofrecer como resultado del trabajo del raciocinio. Eso debería constituirse en prueba, para personas todavía despiertas, de que el intelecto es completamente incapaz de ofrecer respuestas a los cuestionamientos anímicos y espirituales del ser humano. La ciencia es útil para explicar y catalogar fenómenos exclusivamente materiales, sufriendo un estrepitoso fracaso, cuando se atreve a querer explicar hechos que están por encima de los estrechos límites terrenales.

Nuestro origen no remonta a un ser creado a partir del barro, simplemente porque somos seres espirituales, provenientes del plano espiritual de la creación. Es para allí que debe ser, por lo tanto, dirigida la búsqueda. Pero no con la fijación del raciocinio preso a la Tierra, y sí, con los atributos del propio espíritu. Por otro lado, lo que se desarrolló de un animal simiesco no fue el ser humano, que es una entidad espiritual, y sí, solamente, su cuerpo terreno, que nada más es que un envoltorio, una vestidura que le permite vivir y actuar aquí en la Tierra.

Esas simples indicaciones pueden ser enriquecidas sobremodo, con aclaraciones más detalladas. Mas, para tanto, es necesario antes de más nada, liberar el espíritu y la mente respectivamente, de los dogmas religiosos y científicos. Mientras el ser humano insista en maniatarse, voluntariamente con esas dos esposas, continuará excluyéndose automáticamente de reconocimientos más elevados.

Roberto C. P. Junior