Los Límites de la Ciencia – 1ª Parte

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Cuando una persona común se depara con el pronunciamiento de un científico sobre un asunto cualquiera, su reacción es invariablemente, una mezcla de interés sincero, profundo respeto y humildad auto-impuesta. Ella se recoge, silenciosamente a un rincón, esforzándose lo más posible en comprender el pensamiento del científico. Quiere beber, un poco que sea, de aquella fuente de sabiduría a la que juzga sobrehumana.

Este concepto – el de la superioridad de la ciencia y de sus discípulos, delante de los demás mortales – está tan arraigado en nuestra sociedad, que en las castas inferiores, nadie se atreve a cuestionarlo. Eso sería casi una herejía, un intento subversivo de romper el orden natural de las cosas. El escudo que separa humanidad y ciencia, moldeado por esta última, con la arrogancia y la pretensión que le son peculiares, cuida de rechazar, con admirable eficiencia, cualquier pensamiento contrario a la estructura de valores establecida: los científicos en la cumbre de la pirámide; los demás segmentos de la sociedad estratificados, en secuencia descendiente hasta la base, siempre dispuestos según sus dotes intelectuales.

A lo largo del tiempo, esa pirámide de valores, abstracta, se mostró mucho más sólida, mucho más resistente a la mobilidad de sus integrantes, que las pirámides sociales de los varios pueblos. Atravesó siglos firme e inabalable, impasible ante el ascenso y la caída de imperios, indiferente a gobiernos y regímenes políticos. Esa estabilidad fantástica debe ser acreditada, indistintamente, a todos los integrantes de la pirámide de valores, que jamás se permitieron imaginar que su estructura podría ser diferente.

Así es que, desde hace mucho tiempo, la ciencia le endilga a la humanidad muchas ideas absurdas y erróneas, sin encontrar la menor resistencia, proveniente de las camadas de abajo. A cada proclama de un dogma científico, se sigue una mordaza compulsoria y colectiva, bajo la forma de un lenguaje obscuro e ininteligible, totalmente inaccesible a los no iniciados. Solo los miembros de la cúpula científica serían los detentores de las prerrogativas y los medios para discutir los nuevos dogmas, benévolamente otorgados al resto del mundo. En conclaves internacionales exhiben sus descubrimientos, llenos de neologismos polisilábicos, condición indispensable para que sean notados y reconocidos por los demás miembros de la hermandad.

En un punto, sin embargo, científicos y simples criaturas se igualan. Todos están firmemente convencidos de que la ciencia es capaz de ofrecer respuestas a los grandes cuestionamientos humanos. Una gran parte cree incluso, que eso ha sucedido ya…

Apenas pocas personas perciben cuán limitado es, en realidad, el campo de actuación de la ciencia. Y, cuán pueril, parece, ridícula incluso, la pretensión de querer develar, a su modo, los últimos secretos del universo.

El dogma de la infalibilidad científica solo puede obtener tan amplia e irrestricta aceptación, porque la humanidad como un todo, ha dado mucho más valor al raciocinio que a su propio espíritu. La comprobación de esta afirmativa, es que la simple mención de la palabra espíritu, ya causa un cierto malestar en casi todas las personas. Basta que escuchen o lean esta palabra, para que el raciocinio entre inmediatamente en acción, intentanto hacerlas creer que, probablemente, están delante de algo “no muy serio”.

El mismo efecto se observa con cualquier otro concepto que el intelecto no puede asimilar. Asuntos legítimamente espirituales no desencadenan más, en nuestra época, sentimientos de alegría e interés, pero sí de poco caso y rechazo, provocados por el mismo raciocinio, en su habitual función de mantenerse, a toda costa, en el trono usurpado. Cuando mucho él, - – el raciocinio – colabora al incremento de la fantasía, ofreciéndole a la indolente humanidad, los sucedáneos a los temas espirituales que ella ha negligenciado: ocultismo, misticismo, magia, creencia ciega. Y, así, el espíritu permanece plácidamente dormido , sin hacerse notar, sin amenazar el tiránico reinado cerebral.

Este es el retrato del ser humano hodierno: una entidad de espíritu, que se avergüenza de su origen espiritual, esclavo de su própio raciocinio, la lánguida criatura, que desprovista de cualquier vivacidad de espíritu, acepta apáticamente, las más crasas mentiras religiosas y las más tontas fantasías místico-ocultistas.

Si cuando probó del árbol del conocimiento, la humanidad no hubiera, al mismo tiempo, dejado de regar el jardín de sus aptitudes espirituales, tendríamos hoy, un paraiso en la Tierra. No obstante, como esto no ha sucedido, tenemos que sobrevivir en un mundo dilacerado por el odio, contaminado por la codicia, envenenado por la envidia y hundido en la miseria. Este es el mundo que el intelecto tiene a ofrecer cuando disociado del espíritu, el único capaz de hacer del ser humando un ser… humano.

Roberto C. P. Junior